sábado, 29 de julio de 2017

Sobre "La bella y la Bestia"


Existe un episodio particular reservado a esas películas que, vistas una segunda o incluso séptima vez, me sedujeron todo lo que me dejaron de gustar en la primera ocasión. Entre ellas, hay un lugar distinguido para La bella y la Bestia, de Jean Cocteau que, a instancia ajena, concedí una segunda oportunidad y, mientras caía en su poderoso hechizo, me preguntaba si acaso estaba bajo la atontante influencia de alguna droga cuando la vi por primera vez y concluí que era más bien horrenda.
De todas las películas que he reencontrado a lo largo del camino y cambiado mi opinión sobre ellas, soy consciente de los motivos del inicial desencuentro, pero desconozco la razón en el caso de La bella y la Bestia. Es una obra que lo tiene todo para encantarme y tampoco me conozco ninguna reserva hacia la obra de su autor, el mutifacético poeta Jean Cocteau; de hecho, siempre he creído que Orfeo es una de las mejores cosas que le han sucedido a la Historia del Cine.
Me preguntaré las causas de mi torpeza y agradeceré la rectificación, tan poco habitual entre los aficionados y tan necesaria. Quizá, como sugiere la introducción de La bella y la Bestia, la clave reside en subyugarse a su encanto, sin racionalizarlo. 


Racional no es la palabra de obra en Cocteau, una de las voces más inflamadas de vanguardia artística entre los autores europeos del siglo XX. 
En épocas decididamente más oscuras, entre la convulsión de las guerras y lo subterráneo de las industrias fílmicas europeas, se crearon leyendas sobre cuántas y cuáles eran las películas que realmente había dirigido el señor Cocteau. El cine era uno de sus muchos intereses, que compaginaba con la dramaturgia, la poesía y casi cualquier otra disciplina artística o preocupación estética concebible.
Si nos ceñimos a lo que conocemos de entre los báules y archivos, La bella y la Bestia es su segunda aventura en el cine como director, estrenada dieciséis años después del mediometraje surrealista La sangre de un poeta


En 1946, fecha de estreno de La bella y la Bestia, la locura del cine por la psicología era considerable y se contaba con las luces del Expresionismo y el decorativismo del Surrealismo. 
La bella y la Bestia nace en esa moda, pero con la voluntad de restaurar las vanguardias artísticas a su noble origen. 
La película es poética, como cabía esperar, y un sueño, como sólo podia concebir un surrealista puro y declarado. En una operación inteligente, encuentra la verdad: no hay nada que exprese mejor el subconsciente que un cuento de hadas.


Desde un relato francés del siglo XVIII, esta fue la primera adaptación cinematográfica de una historia llevada al cine en muchas ocasiones posteriores; las más conocidas son las de Disney, la animada - y soberbia-, de 1991 y la más reciente, concebida, no obstante, en un momento donde el cuento es políticamente incorrecto. Bien sabemos que el arresto domiciliario sólo lleva a sumisión y que el amor no transforma a ninguna bestia.


La versión de Cocteau aborda el simple mensaje - la belleza está en el interior -, pero es más compleja y, a la vez, se complace tanto en su superficie, que su principal deleite no es lo que dice, sino la exquisitez de su textura. 
Tiene una capacidad de fascinación que sólo se puede encontrar en las mejores obras de Michael Powell y Emeric Pressburger, contemporáneas de ésta, igualmente eclécticas y a las que sus detractores también acusaron de excesos estilísticos, cursilería y acusada omisión de la realidad política y social de la época. 


La bella y la Bestia, como todas las obras producidas desde la arruinada Europa de posguerra, es casi un milagro; pensar cómo fue  realizada es tan emocionante como saber el camino que abría para la época más fulgurante del cine europeo y el modo en que éste cambiaría el cine mundial.
Si al contrario que las amargas obras de Marcel Carné, La bella y la Bestia no cuenta nada de la Resistencia ni de la ocupación nazi - se menciona quizá en aquello de que "los malvados son otros" o "las verdaderas bestias no lo parecen" -, sí abría una ventana a que Europa hablara de algo más que su tragedia y surcaran nuevos y prometedores rumbos en las posibilidades cinematográficas.



La bella y la Bestia arresta al espectador desde el principio, con esos titulos de crédito que rompen la cuarta pared, y nos reflejan al autor presentando la propia película, escribiendo su propuesta en un pizarrón frente a la mirada del actor protagonista, Jean Marais.
El rubio, imposiblemente bello Jean Marais, una de las estrellas del cine francés, no está ahí por casualidad, acariciando un perro, como si Cocteau le contara su nueva idea en un ambiente doméstico. Su larga colaboración profesional fue también sentimental y Marais no sólo aparece en casi todas las películas de Cocteau, sino que lo hace favorecido por las luces de ser amado por el director.


En La bella y la Bestia, interpreta tres papeles, que se complementan poéticamente, cómo no, aunque fue especialmente aplaudida su incorporación de la misma Bestia. Bajo un hoy ridículo maquillaje, Marais la hizo tan conmovedora que se cuenta que Greta Garbo dijo tras el giro final: "¿Dónde está mi Bestia?".
Como obra de bellezas y apariencias, lo es también de percepciones, contadas a través de la hermosa Josette Day, que interpreta una ingenua inusual. 
El cine ha concebido la ingenuidad como plana ignorancia, cuando, rebuscando en el mito del cuento, Cocteau nos devuelve a la verdadera heroína, decidida y sensible, con una fresca experiencia de la vida, y una simple articulación verbal de los problemas. 
"Eres muy extraña, Bella", le dice el Príncipe, sólo porque ella le ha contado la verdad de lo que siente. 


Sus escapadas a lo largo del castillo, suntuosas, desenfrenadas devociones surrealistas, convierten la morada en un sueño y acaso la Bestia es sólo eso: nuestro inconsciente atrapado, feroz, doliente, lleno de humo, derrotado por su propia cobardía.


Cuentan los admiradores de La bella y la Bestia que es la mejor traslación a la pantalla de un cuento de hadas. Sin duda, imprime esa suspensión de la realidad desde la realidad misma y su fastuosidad y romanticismo son incorregibles; no pide perdón en ningún instante por su razón de ser, tal es su maravilla, mientras sus personajes se mueven teatrales, moviéndose hacia atrás con lentitud, mientras la cámara de Cocteau y la música de Georges Auric se prestan al baile.
El final dice lo que ya pensábamos: Marais y Day simplemente vuelan. El espectador que se sienta convencido por esta única invitación a la magia cinematográfica volará al unísono. 
Si es un poco más inteligente que yo, lo hará desde la primera vez que la vea.

sábado, 22 de julio de 2017

Los rebeldes de Nicholas Ray


Su película más popular se llama Rebelde sin causa y el título expresa la personalidad de quien hablamos. En otro de sus clásicos, la imborrable Johnny Guitar, Sterling Hayden dice: "Yo soy el forastero aquí". 
Rebelde y forastero, Nicholas Ray fue un director de cine y un hombre confrontado a un sistema de estudios y de valores. 
Martin Scorsese lo califica de "contrabandista", o un director con ideas propias que conseguía deslizarlas bajo la apariencia de géneros tradicionales como el melodrama, el noir o el western.


Su trayectoria como cineasta en los años cincuenta estadounidenses, - una época que se creía pacífica y esplendorosa, aunque larvada por la represión y las trifulcas anticomunistas, - fue tan traumática como fructifera. Nicholas Ray ofreció hermosos testimonios fílmicos de la neurosis de una sociedad, de los que acataban sus reglas y de los que osaban romperlas.
El inevitable ostracismo de un Hollywood no adicto a estas subversivas sofisticaciones sucedía cuando las películas de Ray conocieron una reevaluación tan exagerada como sólo puede deberse a los cinéfilo-cineastas de la Nouvelle Vague. Godard escribió: "Nicholas Ray es el cine".
Su expresionista uso de dos técnicas tan artificiales como el Technicolor y el Cinemascope para producir efectos dramáticos ha sido lo más alabado entre sus estetas admiradores, pero es la sensibilidad de Ray y el carisma de todos sus rebeldes lo que lo convierte en un nombre importante y un supremo contador de historias.
Desde sus primeros largometrajes, irrumpen esos personajes oprimidos, al margen de la ley y casi siempre condenados a un trágico final. No en vano, dos personajes históricos abordados por Ray son dos célebres rebeldes: el bandolero Jesse James y el profeta Jesucristo.


La influencia de Ray en directores posteriores se siente en la inesperada luz que otorgó a personajes entregados a la delincuencia. 
Son ángeles caídos, trágicos románticos, que aparecen desde su opera prima, Los amantes de la noche
Como unos cándidos Bonnie & Clyde, las ganas de su pareja protagonista por tocarse y sentirse se imponen sobre cualquier otro acontecimiento, incluso sobre su  fuga de las autoridades. 
Debe ser la película de tórtolos criminales a la fuga más intencionadamente soft jamás realizada. Subyace un tema recurrente en Ray: la presión social marca a los caracteres y los obliga a una existencia que no desean y de la que no pueden escapar, aunque su natural bondad siga dolorosamente viva entre la desesperación.


Llamad a cualquier puerta es sorprendente, porque, sin ser una de sus obras más reconocidas y vivir bajo su condición de bienintencionado alegato, se desvela cien por cien Ray y, de hecho, su revisión ha sugerido este artículo. 
Ahí está el bello rebelde, juzgado por su enésimo crimen, tras ser presa de la pobreza, las malas compañías y la pésima suerte.
Es de Nicholas el hallazgo de que, pese a la culpabilidad del personaje y su reticencia a conducirse por el camino recto, éste debe ser abordado con toda generosidad y conseguir que no sintamos pena por él, sino que seamos él.


Sus rebeldes podían degenerar hasta el paroxismo y los violentos patriarcas de En un lugar solitario y Más poderoso que la vida ilustran las últimas consecuencias de acatar las reglas y romperlas al instante siguiente. 
Entran, como un vendaval, la callada amargura de la posguerra, las trampas del matrimonio y la familia y la presión por convertirse en súperhombres inasequibles al desaliento, con un frasco de pastillas o un revólver en el cajón del escritorio.


Si estas dos películas serían reencontradas tiempo después, Rebelde sin causa fue un éxito desde el primer día, debido, sobre todo, a la aciaga muerte de James Dean, cuya imagen en cazadora roja se hizo icónica. 
Rebelde sin causa es un título que mueve a la audiencia, especialmente cuando se ve por primera y adolescente ocasión. 
Habla de tres jóvenes, también amantes de la noche, y de aquello que no le cuentan a sus padres: las carreras de coches, las peleas a navaja, los sentimientos inconfesables.


Como todos los seres de Ray, son culpables de sus crímenes e indiscreciones; la primera secuencia transcurre en una comisaría donde padres y policías tratan de abordar sus "problemas". 
Aparte de su conmovedor retrato de la atribulada adolescencia, Rebelde sin causa es una lección de estilo, desde sus espectaculares, atormentados encuadres hasta sus titilantes momentos de intimidad, que gestan lo más parecido a una verdadera épica de los años cincuenta.
Si James Dean era el titular, una parte del público sintió que el verdadero corazón y auténtico rebelde era Plato, interpretado por Sal Mineo. 
Sutilmente se cuenta un personaje homosexual, con los nervios a flor de piel, una pistola en la mesa de noche, una foto de Alan Ladd en la taquilla y todos los boletos para morir en la última bobina.


Muchos de los rebeldes de Ray fueron incorporados por actores homosexuales - Farley Granger, Sal Mineo, quizá también Dean y Jeffrey Hunter - y parece confirmada la propia bisexualidad del director. En esos márgenes de la pax romana de los años cincuenta, también estaban los definitivos misfits, los desterrados por su sexualidad a ese entrelíneas que Ray era experto en recorrer.
Su obra maestra, Johnny Guitar, está plagada de referencias bisexuales y sus protagonistas son rebeldes vestidos de colores enfrentados a una horda de justicieros de luto. 
Todos son personajes Ray, pero Turkey, aunque secundario, es el decisivo: el chico bonito seducido por la delincuencia que acabará mal, pero precisamente por un crimen que no cometió. 
Es la pieza clave en la secuencia más comentada de la película, donde es interrogado y coaccionado a la manera que el senador McCarthy interrogaba y coaccionaba al país entero durante la "caza de brujas".


Identificado como un rebelde más, las adicciones y la fuerte personalidad de Nicholas Ray fueron su perdición, con la piedra de toque en el ruinoso rodaje de la colosalista 55 días en Pekín
Desterrado de Tinseltown, sobrevivió con un parche en el ojo y un estatus inesperado como profesor-tótem para jóvenes directores que se sentían cercanos a la eminencia de su sinceridad. 


Para cualquier público con una onza de sensibilidad, la hermosura y emotividad de sus mejores películas se presta inmarchitable.

lunes, 17 de julio de 2017

viernes, 7 de julio de 2017

La escalera de los Ambersons


He descubierto que la escalera de los Ambersons es la misma que la de La mujer pantera
Hablo de la majestuosa escalera de vidrieras, inequívocamente victoriana, construida para la mansión donde se desarrolla la segunda obra de Orson Welles, El cuarto mandamiento
La RKO financió esa escalera y la construyó, aunque con la ceja arqueada de pura desconfianza ante los caprichos del director, un prodigio tan bebido de sí mismo como nada proclive a reclinarse a los mandamientos de Hollywood. 
Si en Ciudadano Kane el estudio le dio carta blanca al genio, desde el guión hasta el montaje, con El cuarto mandamiento, le arrebató el resultado una vez terminado el rodaje.
Los jerarcas de la RKO concluyeron que aquello sería un fracaso comercial y se sacó la tijera en la sala de montaje. La película fue salvajemente cortada y remontada, con un final distinto al concebido por Orson, dentro de una de las mayores masacres de edición jamás perpetradas. 
Al igual que Ciudadano Kane, la sofisticada, amarga El cuarto mandamiento tampoco fue un éxito de taquilla y la RKO, confirmada como el estudio menos boyante de la época, no encontró otro remedio que despachar para siempre al señor Welles. 
A partir de entonces, el estudio se apretaría el cinturón para evitar la bancarrota.
En  La mujer pantera, película de terror de bajo presupuesto, dirigida por Jacques Tourneur y estrenada al año siguiente, también aparece la escalera de la mansión de los Ambersons, reutilizada como decorado. 


No era una práctica rara entonces. Cada estudio tenía su calle de Nueva York construida, que usaba una y otra vez, y hasta la fastuosa Metro Goldwyn-Mayer sacó partido al Londres que había erigido para El retrato de Dorian Gray.
He descubierto que la escalera de los Ambersons es la misma que la de La mujer pantera, porque lo he visto en un documental.
Val Lewton, el hombre en la sombra, documental creado y narrado, cómo no, por Martin Scorsese, está dedicado por entero a la vida y obra del productor Val Lewton, la misteriosa figura detrás de La mujer pantera y todo el ciclo de inquietantes, extrañas obras de horror y suspense que suplieron estrechez presupuestaria con imaginación, siniestra oscuridad y melancólica sensibilidad.
La escalera también aparece en La séptima víctima. Por allí, donde subieron los Minafer, desciende Kim Hunter. Las mismas vidrieras. 


Si El cuarto mandamiento era una historia de la decadencia de la aristocracia norteamericana, esa escalera reutilizada en aventuras económicamente más modestas es la irónica imagen de aquel estudio del viejo Hollywood que pereció en primer lugar, desapareciendo en plena década de los cincuenta.
Su inconfundible apertura no regresaría a las pantallas hasta que The Rocky Horror Picture Show honrara su memoria en un número musical.


Descubriendo a Val Lewton en el documental mencionado, he aprendido que sus títulos eran tan personales y fueron tan influyentes como las de Orson Welles.
Me he dado cuenta que la escalera de los Ambersons es la misma de La mujer pantera, algo puramente anecdótico, pero simbólico para entender el nexo de unión entre dos personalidades que rodaron en el mismo decorado, con distintos talantes, pero con la implacable sed contar la historia que tenían en sus cabezas.
He entendido que vemos películas, hablamos de ellas, si son buenas, si son malas, si nos gustan, si habría que echarles una revisión a ver si sostienen nuestra opinión original sobre ellas: y, aún así, tenemos que hablar más, leer más, porque no lo sabemos todo.
El cine, a la vista y, aún así, lleno de recovecos, de secretos, de deliciosas sorpresas que sólo renuevan el inagotable placer de su experiencia.


Por eso, este blog. 
Para hablar de cine, de todo lo que experimentamos con las películas y de lo que descubrimos, no sólo con el acto de verlas, sino a través de el enriquecimiento que otorgan. En "Escalera Hacia El Cine", postearé sobre cine, pero sobre el gran cine, el de todos los tiempos.
Entre la erudición y una mirada estrictamente personal, este blog busca abordar todo sobre la cinematografía, la paleta de los grandes creadores, la fuerza de las estrellas y los géneros y todos los títulos que adoro revisitar una y otra vez.
Te espero en este ascenso y descenso por los treinta y nueve escalones del séptimo arte. Será emocionante.